Cada poco tiempo salen documentales televisivos e informes estadísticos sobre los usos y costumbres de los adolescentes. Documentales sobre su sexualidad, qué drogas consumen, cómo se relacionan entre ellos y con sus padres, qué cosas compran y a qué dedican el tiempo libre. A veces se tiene la sensación de estar viendo un documental del National Geographic. Tan alejados parecen los adolescentes a los adultos y tan misteriosos, en sus extraños mundos en los que la brutalidad camina de la mano de la delicadeza como si tal cosa. No hace falta asomarse a ninguna televisión para saber que los adolescentes, especialmente por las noches, gritan, se emborrachan hasta el delirio, se mueven en manada, fuman hachís y compran cocaína, se acuestan con quien pueden por las esquinas de la ciudad y a menudo van grotescamente disfrazados de adultos.
Dan miedo estos adolescentes. Todos estamos esperando a que crezcan y aprendan a gritar más civilizadamente, pero en sus casas, no en la calle; se emborrachen con alcoholes más caros, pero en sus casas, no en la calle. Fumen hachís y tomen cocaína, pero civilizadamente, en compañía de otros adultos igualmente adultos en sus adultas casas. Todos estamos esperando a que aprendan a comportarse, que dejen de incordiar, que crezcan lo suficiente para saber que de adulto se puede hacer lo mismo que ellos, pero mejor, con más dinero y menos disimulo, a plena luz del día. Y sin que nadie se asuste por ello.
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